El saber local es el saber universal

Tuesday, May 30, 2006


Un hombre joven y alto, de bigote fino que le cruzaba la cara pálida, con el cuerpo enjuto enfundado en un traje blanco de impecable lino y la cabeza presidida por un sombrero Panamá, descendió lentamente por la escalerilla del avión que lo traía, en esa calurosa tarde de febrero de 1.962, desde Miami hasta el aeropuerto de La Habana. Con pasos largos se dirigió a la puerta de desembarque en el último lugar de la fila de pasajeros.

En su mano izquierda llevaba un maletín pequeño de cuero oscuro. Al llegar a la puerta se detuvo un instante, como si dudara, pero finalmente la atravesó mientras su sombra, alargada e inclinada a la derecha, lo persiguió hasta desaparecer en la penumbra de la sala aduanera.

En ese mismo instante, al otro lado de la isla, un negro viejo que se mecía en una silla crujiente observaba desde el desconchado balcón de un segundo piso el mar que se estrellaba contra el lejano malecón. Podía oír el rumor bronco de las olas que, murmullando, iban y venían sin pausa, mientras desde la calle le llegaban risas de niño y el sonido apagado de un tres que alguien rasgaba con insistencia. Pero, abstraído, su mente solo le daba vueltas a las palabras que la vieja orisha había venido a decirle hacía unas horas: Que un hombre desconocido venia del otro lado del mar para proponerle algo inesperado.

Instalado en un hotel del centro y agobiado por el calor habanero, que un ventilador de techo trataba infructuosamente de amainar, el viajero se refrescaba con un vaso de ron blanco con hielo, parado junto a la ventana abierta de par en par. Sin camisa, resaltaban el costillar y la flacura de sus hombros, envuelta su larga figura en la semioscuridad de la habitación. Miraba el reloj de pulso y sorbía de su vaso con parsimonia. En la cama, aun sin abrir, el maletín oscuro yacía abandonado. La tarde caía.

Aun no lograba explicarse porque estaba en Cuba. Menos aun, que hubiera decidido ir en una época en que los gringos como él eran vistos en la isla con desconfianza. Sus amigos, su familia, su manager, todos le habían dicho, prácticamente suplicándole, que no fuera, pero una fuerza interior que nunca lo abandonó desde ese ya lejano día en el que soñó que un hombre negro sin rostro le señalaba un rincón inexpugnable que palpitaba con un sonido de tambores mientras le susurraba “Cuba”, lo impulsó a buscar por cielo y tierra la manera de llegar allí. Y allí estaba ahora, para bien o para mal, pensó.

El negro viejo, cuando las primeras sombras de la noche nimbaban el cielo habanero, se levantó de la silla crujiente y con caminar de anciano atravesó la habitación. La oscuridad era casi total, a excepción de una veladora que, como minúscula masa incandescente, alumbraba con parpadeos rojizos un altar. Encendió la lámpara pequeña que, desde la mesa de madera desnuda, arrojó una luz amarillenta y mezquina sobre media habitación. Se sentó después cansinamente en un viejo sillón tapizado con una raída tela de arabescos rojos. Inmóvil, podía ver desde allí toda la estancia, en especial un lugar frente a él cuya intensa oscuridad recibía intermitentemente los relámpagos de gasa de las cortinas que ondeaban por la brisa que llegaba del mar.

En el casi desierto restaurante del hotel el viajero comía con desgano, atendido por un mesero de rostro prieto y gesto inexpresivo que, sin ruido, aparecía de la nada de vez en cuando para llenarle la copa de agua. Una pareja de hombres, sentados contra un rincón poco iluminado, lo miraba con interés. El hombre dejó el plato y encendió con parsimonia un cigarrillo. Miró su reloj: Las 7:30 de la noche. Con su mano izquierda tocó con disimulo el bolsillo de su saco y comprobó que tenia el papel doblado en el que estaba anotada la dirección de la cita. Acabó el cigarrillo y tomó un poco de agua. En el fondo del salón un piano negro y lustroso llamó su atención. Se paró bajo la mirada atenta de los dos hombres y se acercó al instrumento; levantó la tapa y con sus manos largas y finas de pianista acarició las teclas, las pulsó con suavidad y les arrancó un acorde corto y sonoro que se quedó flotando en el aire mucho tiempo después que saliera por la puerta.

El viejo, sentado y aun inmóvil, fumaba un puro corto y grueso con los ojos cerrados. En la habitación, salvo el humo que escapaba de su boca en volutas ascendentes, nada se movía. Por la ventana, ya sin brisa, venían desde la calle rumores de conversaciones y la voz ronca y lejana de una mujer que cantaba una guajira de letra inaudible.

Bajo los parpados herméticos el viejo soñaba con un África remota, con tambores azotados por manos negras y poderosas, con cuerpos cimbreantes y desnudos, con cánticos rituales... Su memoria no alcanzaba para recordar con precisión los años transcurridos desde que salió de Senegal, pero sabia que eran muchos; aun así, trataba de enfocar sus primeros recuerdos de Cuba, el numero de las largas noches en el sombrío malecón ahogado por su nostalgia africana, las veces que escuchó la voz vibrante de Arsenio, cantando en La Tropical, sus manos nervosas repicando sobre el cuero, el tam tam sagrado, el sol rojo cayendo oblicuo sobre las llanuras de África…

El viajero descendió del viejo Plymouth gris en la mitad de la calle y despidió al chofer, advirtiéndole que volviera en media hora. Su traje blanco le daba una apariencia etérea, irreal, que congeló en el acto las conversaciones de las gentes sentadas en los andenes y en los pórticos de las casas penumbrosas. Los niños detuvieron sus juegos y la calle pareció enmudecer, expectante, por el fantasma blanco que caminaba a zancadas. El hombre, ignorando las miradas, verificó a tientas la dirección y se dirigió a un edificio oscuro, situado hacia el final de la calle, en el que brillaba solitaria la luz mortecina de la ventana del segundo piso. La puerta, entreabierta, parecía esperarlo y lo engulló en sus tinieblas cuando la cerró detrás suyo. En la calle, las voces y los murmullos renacieron.

El viejo abrió los ojos cuando escuchó los golpes breves en la puerta. Sacó de su boca el cigarro y lo puso en el borde la mesa. Se levantó con pesadez y abrió la puerta. Un hombre alto vestido de blanco lo miró con ansiedad desde el oscuro pasillo. “¿Papá José?” le dijo a modo de saludo. El viejo asintió y lo invitó a seguir. El hombre entró y se plantó en mitad de la habitación, mirando todo con curiosidad mal disimulada; después, buscó asiento al ver que el viejo volvía a su silla.

Se miraron sin decir nada por unos segundos. El viejo puso nuevamente el tabaco en su boca gruesa. El primero en hablar fue el visitante: “Sabe a que vengo?” El viejo no dijo nada. “Me dijeron que usted era el único en La Habana que tenia unos tambores batá disponibles” continuó el viajero. El viejo, aun en silencio, buscó en el bolsillo de la camisa un fósforo y empezó a encender el tabaco; cuando lo logró, exhaló una honda bocanada que lleno el aire de un aroma pimentoso y dulzón. “Es cierto, pero quiero advertirte a ti una cosa, chico –dijo sorpresivamente, con voz gutural y acento caribeño-, esos tambores no son pa’ jugá, ¿me comprendes?” El visitante, sorprendido por el tono vehemente, se limitó a asentir con la cabeza. “Son tambores sagrados, no los puedes tocar sin pedir permiso, ¿me comprendes bien?”, continuó el viejo. “Bueno, yo solo los quiero para mi orquesta” le replicó el visitante. “Pa´lo que sea, es lo mismo” concluyó el viejo.

Un nuevo silencio se hizo entre los dos. El viajero se veía incomodo y el viejo, imperturbable. “Están allí” señaló de pronto el viejo desde su sillón, señalando con la mano con la que fumaba un punto a la espalda del visitante. El hombre giró y vio en el oscuro rincón un arcón negro, hasta ese momento invisible. Se acercó, lo abrió y contempló con admiración los dos tambores alargados y cilíndricos, adornados con lo que parecían plumas de colores y signos incomprensibles tallados sobre la madera. Las membranas de cuero, de lo blancas, parecían brillar.

El visitante se volvió y se acercó al sillón del viejo, tomó su cartera, contó varios billetes y se los extendió. El viejo los tomó casi sin mirarlos y los guardó en el bolsillo de su camisa. El viajero se quitó el saco, cubrió con el los tambores y los agarró con fuerza. Después se dirigió a la puerta y la abrió con dificultad. Se volvió para despedirse del viejo cuando salía y fue entonces cuando le oyó decir: “No sabes, chico, lo que has comprado…” Presuroso, cerró la puerta tras de si, bajó las escaleras y se zambulló en la noche con su preciada carga, mientras el corazón le percutía con fuerza contra los tambores: tam tam tam...


Larry Harlow, conocido como El Judío Maravilloso, nacido en Brooklyn Nueva York, pianista excelso y figura estelar de la Fania All Star, fundó una de las mejores orquestas de salsa que se conozca, la Orquesta Harlow, que tuvo su época dorada al final de los 60 y mediados de los 70. El sonido de los tambores africanos que su fundador y director le incorporó le daba a sus temas un sonido profundo e inigualable, que se puede apreciar en temas como “Se me perdió la cartera” o “La mulata Encarnación”, y en casi toda la discografía de esa época. Larry estuvo en Cuba muchas veces y vivió allí un tiempo investigando el sonido afrocubano. Sin embargo, a pesar del éxito arrollador de su peculiar percusión africana y de los pronósticos halagüeños que todos hacían, la Orquesta Harlow decayó abruptamente y al poco tiempo desapareció completamente del panorama musical. Su fundador continuó como compositor, pianista y productor musical varios años más, aunque sin alcanzar el lustro y el éxito de sus inicios.

Por eso, claro, no faltan quienes afirman que sobre la Harlow, habría caído alguna especie de maldición...